El Campairo (mis charlas con Fermín)
Cuando Fermín y yo quedamos a tomar un café, o lo que se tercie, a mí me resulta imposible eludir el pasado. Hay algo en mi amigo que me empuja sin intención a retroceder muchos años, casi cincuenta. Aunque no haga alusión al tiempo pasado, yo por fuerza vuelvo a ser un chaval. Y más si, al tiempo de hacer tertulia en la terraza del bar, me saca a traición una estupenda colección de fotos y postales de Villafranca, casi todas en blanco y negro.
- Esta del Campairo, donde vivías, creo que me la diste tú.
- ¿Estás seguro? -le dije- Yo no lo recuerdo. La tuya es una copia. De todos modos, cuando viniste a Villafranca para estudiar en los Paúles, el Campairo ya no estaba así. Esta foto es mucho más antigua; no hay más que observar el empedrado y las acacias. Cuando tú las viste por primera vez -y ese es también el recuerdo que yo tengo de ellas-, sus troncos tenían bastante más grosor. Al Campairo le cambiaron la fisonomía muy al inicio de los años setenta, al menos tres o cuatro antes de venirte a vivir aquí.
Y mientras me pasaba otras instantáneas, de la Calle del Agua, de la Plaza con adoquines, de la antigua estación, del puente sobre el Burbia o de la misma Colegiata, yo las miraba sin verlas, porque a mi recuerdo venían las imágenes imborrables del viejísimo cuartel en ruinas, testigo mudo de nuestros partidos precarios, donde las acacias se convertían en postes. O de los disimulos con el balón si aparecía de pronto Serenín, u otro cualquiera de los municipales, pues el descuido podía suponer su expropiación. Y ahí volvía a estar el bodegón pegadito a mi casa, bueno, a la casa de Eduardo Cañón, donde convivíamos con Pepe, Josefa y sus hijos, ellos arriba, en el segundo, nosotros en el primero, y Eduardo con su inseparable paloma, en el bajo; o alto, según se mira desde la zona más baja. Y ya no faltaba la tienda de Sarmiento, donde las bombonas de butano pequeñas, las azules, convivían con las cocinas de gas, o las linternas. Y abajo, en la Calle del Agua, aún estaba abierta al público la tienda de Isidoro Lobato. Y separada por unos pocos metros estaba la vivienda de la Veguita. O aquella escalera con pendiente, estrecha y eterna que nos servía, a nosotros, los jóvenes del momento, para jugar al escondite, y para la familia de Ortiz el fotógrafo, para ascender al segundo piso, donde vivían. Reparo también en el bar de Ludi, que más tarde fue sastrería. Y por un momento, aunque me ha costado horrores, he visualizado a los viejos y fieles amigos jugando con el balón: unos atacando hacia arriba y los de la cima hacia abajo. Por ese recuerdo estrechísimo volví a ver jugar a Alejo, a Alberto y Quico, a Javier Lobato, a Miguel Ángel G. Teijón, a Pinto y a Tatano, a Elio, a Suso, a Toño Panete, a Pelayo; algunos ya desaparecidos antes de lo que les tocaba, y todos, o casi todos, peloteando mejor que yo. Cuando empezaba a visualizar al camión trayendo a algunas decenas de terneros que iban a ser introducidos en la casa grande al lado de la de la Veguita, y nosotros los mirábamos con pena -al menos yo porque sabía de su sacrificio inminente-, Fermín me rescató de los albores de mi historia, dándome un codazo.
- ¡Joder, no dices nada! Parece como si no te gustaran.
- ¡Sí me gustan! Es que esta foto del Campairo me vuela la cabeza, como se dice ahora, y no he podido con la tentación de los recuerdos. Además en mi ordenador la tengo como fondo de pantalla.
- ¿En el del trabajo?
- En el de casa.
- Yo también tengo recuerdos de tu casa.
- Nada buenos. La casa es y era vieja ya entonces.
- Te equivocas. Tengo gratos recuerdos de tu casa, y del Campairo. Nos poníamos a escuchar música. Yo te daba la paliza con Beethoven y tú me ponías a Deep Purple. Luego, cuando a mí me dio por hacer un grupo musical, al irme de Villafranca, nos atrevimos con Burn y otras canciones suyas. Aunque a mí la música que de verdad me molaba era la de Genesis cuando estaba Peter Gabriel. Tal vez porque, en cierto modo, se trataba de rock progresivo, el rock más cercano a la música clásica. También me acuerdo de estar sentados en el corredor hablando de nuestras cosas, de cómo nos iba en el curso. Hablábamos mucho de las clases que daba el Padre Prieto. Nos gustaban. Yo incluso pensaba que de no meterme a cura, lo cual tenía decidido, me hubiera gustado estudiar Historia Contemporánea. Al final ni cura ni historiador, ya ves las vueltas que da la vida. Y el Campairo, pues aún lo recurdo con mucha vida, aunque hacia 1977 ya hubiera perdido parte del apogeo que llegó a tener. Es lo que tiene el inevitable paso de los años, y mucho más en Villafranca.
- ¿Te das cuenta de que estamos volviendo sobre tu vieja teoría de las dos Villafrancas?
- ¡Claro! Tenemos por un lado la que evocamos con, acaso, un exceso de melancolía, que suele estar más cerca de nuestras raíces, aunque a veces esas raíces sean idealizadas por nuestro engañoso cerebro; y la real, la palpable. En el caso de El Campairo actual, yo no voy a desmentir que su trazado de ahora supere al antiguo; pero, a mí me hubiera gustado haber conocido aquel, todo de piedra, y con el bullicio palpitante de entonces, según me has dicho más de una vez.
Al despedirnos, después de haber caminado un buen trecho por el paseo marítimo de Ciutadella, no dejé de pensar durante un buen rato en la frase que mi amigo dejó en el aire cuando ya ponía en marcha su coche para regresar a Mahón: ¿En qué momento se jodió Villafranca? Yo no lo sé, pero, desde luego, sería una magnífica frase para una novela con magia, como Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa, el autor de la frase original para una de sus más grandes creaciones: ¿En qué momento se jodió Perú?
No hay comentarios:
Publicar un comentario