martes, 27 de agosto de 2024

Cómete un brazo que te queda el otro

 

Durante los últimos meses estoy rescatando relatos inéditos que no merecieron el honor de aparecer en un libro. Este es uno de ellos, escrito a mediados de los ochenta, y que, a pesar de la temática, más que interesante a primera vista, no terminó de cuajar como esperaba. A pesar de vérsele las costuras, creo que merece una lectura póstuma.




Dos hombres, uno mayor que el otro, caminan a lo largo de una extensa calle. La mañana otoñal es mortecina y gris, con escasos viandantes y un tráfico rodado parsimonioso. <<Los domingos ya se sabe, terminan por engordarse con conductores anómalos>>, parece decirle el octogenario al hombre de la cincuentena recién estrenada.


  El anciano cubre la cabeza con un sombrero de fieltro, nada de particular si no fuera porque es de un rojo chillón que no armoniza con su abrigo azul marino, y porque el más joven, además de vestir un tanto informal con un chándal, abrigado a primera vista, es de un color amarillo canario. Este, para acrecentar la incongruencia, lleva bajo el brazo un periódico escrito en inglés. El viejo, por el contrario, sujeta con la zurda un par de libros con literatura del boom latinoamericano.


  Caminan sin prisa, en paralelo. Mientras el más joven vapea con excitación, el otro fuma estiloso en una pipa. De súbito, el hombre mayor se detiene frente a un edificio con aroma nostálgico.


  - Aquí es, Ricardo.


  - Pero, papá, ¿no me ibas a mostrar un edificio singular?


  - Y este lo es, créetelo.


  Ricardo hecha un vistazo, mostrándose decepcionado ante la visión de una fachada sucia y cuarteada, sin color definible, intuyendo una decadencia aún mayor en los interiores del inmueble.


  - Entonces era una casa lujosa y confortable -añade.


  - ¡Me estás hablando de la prehistoria!


  - Te estoy hablando de hace cincuenta y cinco años. Tú aún no habías nacido, y ni siquiera conocía a tu madre.


  - Eso ya lo sé. Pero yo quería que me relataras una noticia impactante de cuando trabajabas de periodista, no que te pusieras a hablarme de las bondades de una antigua casa como esta, con muy poco futuro.


  - No entiendes nada Ricardo. Hoy, exactamente hoy, hace cincuenta y cinco años que estuve por primera y última vez en la casa –apunta con el índice a la pared de color vainilla desleído.


  - ¿Y?


  - En ella escuché la historia más insólita que yo recuerde en mis casi sesenta años de profesión periodística.


  - Pues adelante con ella.


  Padre e hijo se sientan en un banco enfrentado a la vivienda en vías de perecer por inanición. Antes de comenzar con los anales de aquella historia, el anciano se quita el sombrero de alas agujereadas, y hace una especie de reverencia a la edificación de vestigios modernistas. De repente y con pesar, discurre un preámbulo:


  - A pesar de los años transcurridos, aún resuena en mis oídos la frase paradójica y macabra: <<cómete un brazo, que te queda el otro>>.


  - ¿A dónde quieres ir a parar?


  Su padre respira hondo antes de sondear el pasado.


  - Lo que voy a decirte sucedió durante un caluroso mes de julio, de aquellos que se daban en Madrid en los últimos años de la Dictadura, cuando aún apremiaba entre sus más fieles acólitos la exaltación del espíritu nacional, y con ello, suponían, bastaba para mantener a flote al Régimen, una vez faltara Franco.


 

>>Todo comenzó de un modo casual, mientras leía las noticias de El Caso sin algo más productivo que hacer en ese momento, salvo la lectura siempre provechosa de aconteceres inesperados, al menos para alguien del oficio como yo. Al llegar a una de las páginas, mis ojos se fueron a una noticia tan desconcertante como escueta que me dejó perplejo: <<Cirujano español sobrevive en mitad del desierto tras colisionar su avioneta, pilotada por él mismo, contra la inmensidad de las arenas.>>


 La lectura en el Semanario provocó que el resto de la tarde no hiciera nada útil, solo pensar, imaginarme al doctor en medio de dunas gigantescas, y a merced de un sol aniquilador y desquiciante.


  >>En aquellos días me encontraba disfrutando de unas supuestas vacaciones en un pueblo de la Sierra de Madrid. Como mi espíritu aventurero de entonces me obligaba a ser curioso e inquieto, y mi ideal del oficio era sondear en lo más absurdo, sin temor al fracaso, o al portazo por ser incisivo en exceso, me dispuse para viajar a la mañana siguiente hacia la capital del Reino (del Reino es un decir, porque de aquella…), intentando si preciso fuera, recabar más información al respecto del inaudito acontecimiento.


  >>Atrás dejaba la casita rodeada de pinos, abedules y aire puro con fragancias de montaña; el río sinuoso jugueteando entre las estribaciones del terreno que lo hacían, si cabe, más cristalino y animado; o los trinos variados de aves en busca del alimento diario…


  - No te me vayas a poner ahora bucólico, papá.


 >>…Por un tiempo, sin ser consciente de ello, aparcaba mi última investigación para el periódico en el cual trabajaba, un proyecto que iba a abordar la vida de un ser aislado en plena vegetación durante dos semanas, o sea, yo, a cambio de  explorar la capacidad que el ser humano puede llegar a alcanzar en situaciones prolongadas de aislamiento. Mis jefes no estaban de acuerdo en el propósito de dar carpetazo a unas vacaciones sugeridas por ellos mismos, a fin de escribir sobre las vivencias de un urbanita. No obstante, la avidez en que había mudado la perplejidad del día anterior, alimentaba la necesidad de saber, extraviándome el cerebro en fantasías disparatadas sobre el suceso ocurrido al galeno, si bien, ¡qué coño! En realidad empezaba a atosigarme, tanto el exceso de silencio como la ausencia de seres vivos; así que me salí con la mía.


  >>Llegué a Madrid apenas el sol comenzaba a acuchillar con brillos refulgentes sus calles y viandantes, ajenos ellos a mis aviesas intenciones. Trabajadores, mendigos, rateros, vividores, ejecutivos del tres al cuarto y demás gentes, componían a mis ojos una familiar caterva humana, desorientándome por momentos tras haber permanecido en el campo seis días rodeado de una mesura casi perfecta; una suerte de concierto en el que, ajeno al mundanal ruido, yo dirigía la orquesta, o eso me parecía. Mientras divagaba sobre estas y otras ocurrencias, el taxista me trasladó en un SEAT 1500 hasta la redacción del semanario que había publicado la escueta noticia, a cambio de doscientas cincuenta pesetas.


  >> Un asistente me hizo pasar a una sala de espera desde la que se divisaba la calle principal. A esa hora estaba siendo circundada por innumerables vehículos que comenzaban a escupir al cielo, puro hasta pocos años antes, toneladas de dióxido de carbono, producto de las dificultosas digestiones de sus motores; un tributo que los madrileños comenzábamos a pagar con la llegada del desarrollo industrial.


  - Es evidente que no puedes disimular tu vena creativa. Hay que adornar antes de ir al grano, ¿Eh?


  - Apenas llevaba un par de minutos cuando se abrió la puerta de la sala, y un hombre joven cruzó el umbral, dirigiéndose con paso decidido hacia donde yo permanecía de pie. Se trataba del Jefe de Redacción. Con él apenas intercambié media docena de frases predecibles. Solo supo decirme que la noticia obraba en su poder desde hacía pocos días, publicándola a continuación. Nada nuevo me dijo que no supiese, salvo la dirección del desafortunado doctor, o sea: Calle Fuencarral, nada más y nada menos. Pero no debía hacerme ilusiones en cuanto a profundizar en los hechos: alto secreto.


  >>Poco tiempo después me encontraba paseando por esta misma calle, tramando argucias para disfrazar un poco el morboso propósito que me obligaba a abandonar la tranquilidad de la Sierra. De tal manera, tras cavilar durante un buen espacio de tiempo sin atinar con algo convincente, decidí presentarme como un antiguo camarada de estudios del señorito, al cual pretendía hacerle una visita, además de interesarme por el estado de salud de su padre tras el accidente.


  >>Divisé la vivienda enseguida, este mismo edificio, entonces elegante y armonioso para gente con posibles. Me quité el mismo sombrero que llevo ahora, entonces casi nuevo, y toqué el timbre con ansiedad desbocada hasta cuatro veces. Al comprobar que nadie accedía a mi cita con lo desconocido, convencido de la soledad de la vivienda, de la inutilidad del viaje, volvía sobre mis pasos cuando oí tras de mí cómo se abría el portón. Me giré para ver a  una especie de ama de llaves de mediana edad. En una suerte de interrogatorio en tercer grado me preguntó sobre el asunto de mi visita. Con mucha maña y las argucias del oficio, fui sorteando con evasivas la retahíla de preguntas que me iba planteando. Sin pestañear, con el rostro impasible, me invitó a franquear la puerta de entrada y a acompañarla a lo largo de un pasillo que desembocaba en un salón espacioso. Luego se fue, no sin antes decirme que aguardase la presencia del señorito.


 

>>La espléndida estancia de techos altos permanecía en penumbra merced a las contraventanas. Estas apenas sí dejaban traslucir diminutas rendijas de claridad, si bien suficientes para percibir el lujo comedido, también el buen gusto con que había sido decorada la estancia. No le faltaba un solo detalle ornamental para engrandecerla. Aquí un reloj carillón años veinte, allá una otomana antiquísima, la cual no podría fechar con exactitud, y algunos objetos más de años remotos poblando las paredes.


  >>El tiempo parecía haberse detenido allí dentro, mientras el calor se había quedado fuera de la mansión. Con seguridad el sopor humillaba la carretera para golpear a los conductores sin piedad alguna, de manera que agradecí a quien correspondiese la agradable penumbra del salón.


  - ¿Por qué no vas al grano? Mira que te gusta retardar el desenlace.


  - Por espacio de algunos minutos aguardé expectante la presencia del hijo de la víctima. Al poco apareció un hombre joven y bastante alto. Nos presentamos, dando inicio a una conversación en extremo relajada; al menos, eso no era lo que yo esperaba. De él destacaría la franqueza y naturalidad para abordar la realidad, al decirle de mi pertenencia al oficio periodístico. Mi interlocutor fue narrando todos los misterios alrededor del dramático suceso. No obstante, antes me hizo jurar que jamás diría ni escribiría nada al respecto, salvo que las circunstancias fuesen otras bien distintas, como la desaparición de todos los miembros de la familia, al menos los más directos, a lo cual accedí de buena fe.


  >>Al fin, tras algunos rodeos por parte del hijo, supe el nombre del misterioso doctor. Se trataba nada menos que del cirujano Ciro González Mancada, una eminencia en la implantación de extremidades seccionadas accidentalmente.


  >>Con presteza me ofreció algo de beber antes de continuar relatando el triste asunto. Le propuse un whisky, él también decidió servirse otro. Mientras preparaba los vasos, me dijo ser arquitecto desde hacía tres años, estando ocupado esos días en un proyecto de vital importancia para el casco antiguo de Madrid, por lo que no podría demorarse en la charla.


  >>Retomó el hilo de las confidencias para decirme de buenas a primeras que no buscase a su padre en ningún hospital de la ciudad: simple y llanamente se encontraba en una policlínica de Arabia. Su padre -continuó con la explicación- había sido invitado a conferenciar en el país del petróleo sobre el tema de la cirugía, siendo como era un afamado doctor. Durante los días previos a la partida, este preparó a conciencia el discurso, sin dejar nada al albedrío de la improvisación. El día de su marcha revisó con la minuciosidad de un profesional todos los mecanismos de la avioneta –por lo visto no solo era un extraordinario hombre de ciencia, también un avezado piloto-, sin apreciar ninguna anomalía en la puesta a punto. Se despidió de su familia, partiendo del aeródromo de Cuatro Vientos con rumbo al lejano país. En el trayecto con destino a Riad, la avioneta comenzó a perder combustible incomprensiblemente, debiendo de hacer un aterrizaje forzoso en medio del desierto. No sufrió ningún daño personal, pero la radio del aparato quedó inservible por la invasión de arena dentro del artilugio volador, al empotrarse en una enorme duna que detuvo el avance de la avioneta.


  >>Confundido por el asombro seguí la conversación de mi interlocutor, el cual me ofrecía tabaco, aunque yo preferí servirme de mi pipa, un rudimento a modo de bálsamo para aminorar esa especie de aturdimiento. Mientras llenaba la cubeta con tabaco, tuve la sensación de que una brisa helada comenzaba a surcar mi espalda, si bien no había corriente alguna.


  >>Manuel, ese era su nombre, había regresado el día anterior tras visitar a su padre, permaneciendo en aquel país por espacio de una semana. Esto quería decir que la familia conocía el luctuoso suceso varios días antes de que se hicieran eco los periódicos. Por tanto, la agencia encargada de la difusión del escueto titular, a instancias de la Censura, atenuó la trascendencia del accidente, diluyéndose la asombrosa noticia conforme transcurrían los días.


  >>Mi padre -continuaba con la explicación- permaneció dos días y dos noches sin apenas moverse de su avioneta, como no fuera para mover algo las piernas y echar una ojeada al cielo en busca de algún avión, lógico teniendo en cuenta el intenso calor durante el día y el frío extremo de las noches. Al relente nocturno se cobijaba en los restos de la avioneta, de manera que unas mantas siempre disponibles abrigaban su cuerpo. Agua tenía la suficiente para aguantar durante tres semanas; así que el único inconveniente para sobrevivir en tales circunstancias era la falta de alimento, ya que solo contaba con un par de bocadillos y unas pocas latas de conservas.


  >>El doctor era optimista sobre la posibilidad de ser avistado por los ocupantes de otro avión; por tanto, en esas primeras horas no perdió el ánimo, limitándose a esperar. Mientras el tiempo transcurría remiso, inspeccionó el material médico que transportaba en su maletín, comprobando que no había sufrido daño alguno. Volvió a leer entonces con detenimiento el discurso preparado para la ocasión, y cuyo soporte era el instrumental médico necesario para una intervención quirúrgica un tanto elemental, quedando satisfecho por la precisión de las palabras técnicas escritas en una libreta. Si daban con él, llegaría a tiempo de disertar en cuanto a su especialidad.


     

>>Transcurridos cuatro días del accidente aéreo, y como la impaciencia comenzaba a anidar en su cabeza, persuadido de la inutilidad de la espera, decidió caminar entre la inmensidad de las arenas con la ayuda de una simple brújula y el sustento de una cantimplora llena de agua. El sofoco era descorazonador, si bien la decisión de aventurarse en busca de congéneres, debía de ser más fuerte, pues no se entiende que no llevase ni una sola manta para abrigarse durante las noches. Para la caminata cubría su cara con un pañuelo, dejando al descubierto los ojos que le guiaban en esa nueva e inesperada aventura. Pese a ello, la cruda realidad habría de imponerse a las ansias de libertad. Durante su primera noche a la intemperie se desató una tormenta de arena, diluyéndose toda tentativa de evasión: decididamente continuaría atado a la prisión que era su avioneta. Regresó con mucha dificultad al punto de partida, utilizando en todo momento la brújula. Cuando dio con la avioneta, había estado en un tris de pasar de largo sin percatarse de su presencia, debido a las arenas que cubrían buena parte de la estructura metálica.


  >>Los días se sucedían tras el forzado aterrizaje. No recordaba si nueve o diez. El náufrago del desierto comenzaba a sufrir las alucinaciones propias de una persona obligada a permanecer por mucho tiempo en lugar inhóspito, acentuándose el problema por la demanda de alimentos que le anunciaban sus tripas con melodía persistente y poco halagüeña. El cirujano comenzó a sufrir una especie de delirio continuado, acompañado de procesos febriles, a pesar de lo cual en ningún momento perdió la razón por completo. En las pupilas se le dibujaban conejos correteando a su albedrío, o atisbaba personas en el horizonte empuñando sendas cañas de pescar con los sedales tensados por el peso de algún pez grandioso. Se alegraba contemplando los inmensos robledales filtrando reverberaciones producidas en el cielo infinito. Fue en alguno de esos periodos, sin abandonarle por completo la lucidez, cuando decidió seccionarse su brazo izquierdo con el fin de calmar el hambre insoportable que hacía mella en todo su cuerpo. La intervención, precaria, la realizó con el material que llevaba en el maletín, sin ayuda alguna, salvo su pericia y valentía de ánimo; y el arrojo, o mejor decir, fuerza sobrenatural que todos sacamos a relucir en situaciones límite, cuando la supervivencia solo se puede compensar con una heroicidad, como es renunciar a una parte del propio cuerpo.


  >>Solo un día después era avistado por un avión militar, siendo conducido a un hospital de postín, posibilitando así el milagro de la recuperación total, pues a pesar de la formidable cauterización de la herida a la altura del codo, había perdido abundante sangre.


  - ¿Y luego, qué pasó?


  - El estupor se imponía a mi raciocinio tras escuchar lo ocurrido al cirujano por boca de su propio hijo. El frío bañaba todo mi cuerpo de arriba abajo, mientras mis manos transpiraban un sudor helado, o eso me pareció. Le pedí a mi interlocutor el favor de que abriera una ventana, aunque entrase el sol con sus treinta y tantos grados, aunque nos aplanase, pues ya no podía soportar más esa sensación de claustrofobia que se empezaba a adueñar de mí. Manuel aceptó de buen grado, desatrancando las tres ventanas de la estancia y sus respectivas contraventanas, antes de dar continuidad al relato.


  >>Después de algún tiempo, el padre terminó de recuperarse física y psicológicamente de la falta de uno de sus brazos. Merche, la esposa del doctor, y su hijo, viajaron de inmediato hasta Arabia, una vez informados por la Embajada en Riad del accidente y posterior rescate. Ambos estaban muy preocupados después de tantos días sin saber nada de él, como no fuera la desaparición de la avioneta.


  >>De la casa me fui una hora después, acompañado por la mujer adusta con cofia incorporada. Antes, Manuel me invitó a volver al chalé cuantas veces quisiera, aunque nunca volví, pues la desgracia se cebaría muy pronto con él y su madre.


  >>El resto de aquella mañana debí de permanecer con la cara desencajada, pues los viandantes madrileños me miraban extrañados, sin atender al rosario de coches y motocicletas que circulaban ya entonces por Madrid.


  - Un tío hambriento y medio ido secciona su brazo para comérselo si no quiere morir de hambre. Algún caso similar he escuchado; ¿eso es todo?


  - Espera un poco y escúchame.


  - Vale.


  - Desde entonces he viajado unas cuantas veces a Arabia, aunque en casa os dijera que lo hacía para ultimar una novela que al final nunca he concretado.


  - Eso ya lo sé, como también sé que hace un taco de años que dejaste de viajar allá.


  - Veinte. Al morir el cirujano. En principio me atraía la idea de frecuentar al cirujano, de intimar con él y saber en profundidad de lo ocurrido. Luego, fue la irrefrenable ansiedad de intimar con el país, yendo incluso a la zona donde se había estrellado, pues no entendía ese afán de Ciro por no regresar jamás a España; luego lo supe…


  -¡Joder, papa! ¿Pretendes narrarme los primeros párrafos de tu novela árabe?


  - …El doctor jamás regresó a España, permaneciendo en Arabia por el resto de sus días. Allí fue siempre un reputado personaje de la sociedad de aquel país, no en vano, al año de estancia, pasó a ser miembro de honor de la hermandad Abdul Lahren, una prestigiosa asociación donde aún hoy tienen cabida personalidades del mundo que hayan perdido alguna de sus extremidades. Esta organización benéfica está subvencionada por el propio Rey, del cual las víctimas reciben una suma considerable de dinero, suficiente para vivir con desahogo.


  >> Huelga decir que el doctor se acogió a la nacionalidad árabe, aprendiendo el idioma con rapidez y adaptándose con facilidad a las costumbres de su nueva patria, incluyendo la religiosa. Merche, la esposa, vivió entre aviones que desperezaban los aires mediterráneos, mientras Manuel apenas sí iba un par de veces al año a la Capital. Sin embargo, madre e hijo morirían apenas dos años después del accidente del cirujano, en el regazo sanguinolento de la M-30. Durante sus años de vida en Arabia, Ciro se dedicó a dar charlas y conferencias, al tiempo de ocupar el puesto de director en afamados hospitales, además de presidir el colegio estatal de médicos por espacio de ocho años. A su muerte, en 1994, era una eminente personalidad entre sus nuevos compatriotas, los cuales lo despidieron con espléndidas exequias, las propias de un sultán.


  - La historia no está mal, pero le falta algo más que tú sabes. Lo veo en tu sonrisa maliciosa.


  - Cierto.


  - Pues, adelante.


  >En mi última visita a su casa de Riad, en el Barrio de Addoho, Ciro me confesó el verdadero motivo de no regresar jamás a España. Estaba muy enfermo y era consciente de que no volveríamos a vernos. Hasta entonces no lo había dicho, pero sabiéndose a las puertas de lo irremediable, se sinceró.


  - ¿Quieres hacer el favor de ir al grano?


   

 - Una semana antes de viajar a Arabia, Ciro se encontraba de viaje en Córdoba para un simposio. En el recorrido por las calles lindantes a la Mezquita, una gitana se ofreció a leerle la buenaventura en la palma de la mano. Ciro dejó que la examinara. De inmediato el gesto risueño de la vidente mudó a uno grave. Él le preguntó descreído si ocurría algo. La gitana le dijo que sí. Él le preguntó a su vez por el inconveniente. Ella le preguntó por sorpresa si iba a viajar al extranjero en pocos días. Él le dijo que sí. Ella le aconsejó no hacerlo. ¿Por qué?, le preguntó desenfadado. Porque esta mano que ahora sujeto está en peligro, le dijo la vidente. ¿Estás de broma?, replicó el doctor. Lo veo en las líneas de tu palma, dijo la mujer.


  >> Ciro se alejó riéndose de las ocurrencias de la gitana, no sin antes obsequiarla con una buena propina. La mujer al ver el escaso eco de sus palabras, y la resolución de hacer el viaje de todas, todas, antes de que lo dejara de escuchar, a viva voz le dijo: “Cuando pierdas la mano y el brazo, jamás se te ocurra regresar a España; si así lo haces serás hombre muerto”.


  >Ciro no creía en esas cosas de adivinaciones, pero al confirmarse los malos augurios de la vidente, se volvió supersticioso en extremo, haciéndole caso, aunque ya fuera demasiado tarde para revertir su historia. Porque la historia, en realidad, había comenzado mucho antes.


  - Explícate –le atajó Ricardo al hacer una pausa su padre.


  - Ciro era un niño con apetito desbocado, así que, al mínimo indicio, soltaba la consabida frase: <<mamá, tengo hambre>>, a lo cual esta replicaba con la no menos celebrada: <<pues cómete un brazo, que te queda el otro.>>


  - La verdad es que la historia es macabra en extremo. De todos modos, lo que no termino de comprender es lo obsequioso que se mostraba el dictador árabe con las personas sin piernas o brazos.


  - Por lo visto, algún antecesor suyo sufrió la amputación de uno de sus brazos. Montaba un caballo al galope y al saltar este sobre un obstáculo, el monarca se cayó al suelo, siendo pisoteada una de sus extremidades por la pata de aquel. No hubo más remedio que operar. Desde entonces, él y sus sucesores se han mostrado generosos con quienes tienen la desgracia de compartir tal carencia.

 

Al día siguiente, Ricardo escribía un exhaustivo reportaje sobre lo ocurrido para el Daily Mirror, del cual es reportero. El único añadido a historia tan inaudita, fue el escaso interés mostrado por las autoridades españolas por repatriar al insigne cirujano, una vez acomodado en tierras orientales, corriendo un tupido velo en cuanto a su existencia, y convirtiéndose así en un anónimo hombre de ciencia que había renegado de su patria.