miércoles, 5 de junio de 2024

Al acecho

 

Iba bebido, borracho de anís como una cuba. Después de cincuenta años (desde los diez), era habitual verlo andar a trompicones. Una noche más, medía la longitud de la calle con eses exageradas, farfullando injurias contra las mujeres y una bendición a los cantineros, amén de expeler un aliento viciado con cada bocanada de humo de su inseparable Ideales.  



  Encogido y arrugado como un higo seco, así lo alumbraban indefectibles las farolas diseminadas por la ciudad, al volver a su chamizo, donde nadie le aguardaba desde hacía diez lustros, justo cuando la madre soltera le estrenó orfandad al marcharse con un joven y fornido albañil. Un chucho escuálido y temeroso era el único al que podía enjaretar cinco o seis juramentos,  y las tres palabras de despedida: Hazta mañá, siquitín.  


  De repente, sintió cabriolas desatándose por su ser. La mollera agoraba a algún fisgón al acecho de sus pasos. Ese cosquilleo en lo más profundo de sus entrañas no presagiaba una noche apacible. Acaso -pensó-, algún niñato se la quiera correr de risotadas a cuenta de un anciano beodo, escuchimizado e indefenso como yo. O tal vez se trate de algún cabeza rapada ávido de extirpar la escoria. Quizá sea Guto, dispuesto a reclamarme los cien duros de anteayer.  


  En un esfuerzo jocoso e infame, rejuntó las piernas, abrazó la farola y por primera vez en semanas viró atrás sus ojos anublados sin descubrir a nadie. 


- Eztoi  co una curda de campeonato. Me pazao do Caztilla con el Mono.  


  A la jerigonza no respondió nadie. Sólo desde un coche apresurado, alguien le invitaba a que se fuera a dormir la mona. El sexagenario no hizo caso a la ofensa del guasón. Desenterró un pañuelo del bolsillo, lo dobló con dificultad sobre la acera embaldosada y se sentó, no sin antes trastabillarse y estar en un tris de besar el firme. Del otro bolsillo sin fondo rescató un botellín medio lleno de anisado. Le dio un trago largo hasta dejarlo vacío. Fue en aquel momento, tras cinco décadas de desamparo e incomunicación, cuando reparó en la sombra que se le pegaba. La ilusión oscura lo había vigilado noche tras noche sin él haberse percatado hasta entonces. Aquella larga jornada se desahogó con su compañera fiel en una plática de metafísica y de otras holganzas de parecido tenor, que volvió a repetirse con cada anochecida, hasta que el viejo, aliviado por la impagable presencia de la compañera, pasó a mejor vida.



En septiembre de 2004, publicaba mi primer libro de relatos, Cuando el tiempo decide. Casi veinte años después, intento rescatar, casi del olvido, alguno de ellos, como este brevísimo que lleva por título, Al acecho.